Tenía unos 7 años y con mi padre y mi hermano caminamos varias cuadras hasta donde cortó unas cañas, las recuerdo muy altas, a la vuelta la señora del almacén nos entregó por la ventana un papel azul, casi transparente y dos carretes de hilo. Mi madre preparó el engrudo que mi padre usó de pegamento. Sin saber aún de que se trataba seguimos todo el proceso de construcción.
El terreno de al lado de casa, en el acceso norte de la ciudad de Tucumán, mí papá lo elevó por primera vez. El segundo día de vuelo en la tardecita, después que bajo el sol, aquel volantín subió la altura de dos ovillos de hilo de algodón. Era un punto en el cielo, que recibía las notas de papel que les enviamos colgadas del piolín.
Allí estaba cuando comenzó a caer el hilo desde el cielo y se fue.
Lo encontramos al día siguiente agitándose, enredado en la punta de un álamo cruzando la ruta.

Años después repetí la acción con mis hijas en un parque en Salta, aunque ellas, lejos de cautivarse con el vuelo del barrilete daban vueltas en sus bicicletas con rueditas y triciclos mientras yo recordaba esos momentos.
La alegría se apoderó de nosotros, corrimos, reímos y jugamos como cuando éramos niños. Hasta que el juego me hizo soltar el cordón, con el fin de subir el nivel de dificultad. Pero por más que corrimos no pudimos alcanzar ese barrilete de colores que se fue volando. Por largos minutos lo seguimos con la vista, saltó sobre las quebradas y se confundía con los pájaros sobre los cerros.
Liberados, liberamos con ese volantín nuestras almas y esa tarde se transformó en un hermoso recuerdo.
(fotos Salo y Lucas)

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