Me acercaba a la costa las calles y las se enangostaban por el caserío.
El asfalto se convirtió en empedrado y parte de la textura del pueblo. Sin veredas, llegué al mar. Me estacioné al lado de una casa de comidas y salí a caminar.
Disfruto de lugares donde a cada paso descubro formas y escenas que me invitan a contemplarlas. Después de unos pocos metros ya me había perdido dentro de su trama de pasajes y recovecos. Una pila de canastos enmohecidos esperaban la mañana apoyados a un costado. Un foco pelado, colgaba entre las dos paredes desde una cuerda adornada con banderines de una fiesta que me perdí. Algún pescador usa esas trampas en su embarcación amarrada en el puerto a 200 metros más adelante y duerme detrás de la ventana. No podría haber pasado con Victoria por esa calle.
Al día siguiente, después del café de la mañana, me mude al puerto. Estaba muy nublado mientras caminaba entre las embarcaciones me encontré con un pescador que volvía de la Bahía de todos los Santos de recoger sus trampas con langostas.
Después de la faena a la sombra de un almendro, de hojas muy grandes, tres generaciones de pescadores en un una ronda de sillas plasticas me compartieron sus charlas y alguna cerveza.
La “Praça dos Mentirosos" fue la mejor ubicación que encontré en la isla, frente a la playa. Me estacioné al lado de un mini bus convertido en casa rodante.
Una pareja de 40 años, una nena de 9 años y un gato completaban la familia. Por las mañanas extendían un toldo y colgaban mallas, pañuelos, anteojos y otros accesorios para vender. Tenían un pequeño espacio con un espejo a modo de probador. Llevaban más de un año de esa vida recorriendo las costas de Salvador.
En la noche mis vecinos me invitaron a comer unos cangrejos que pescaron, junto a un poco de feijao preto y arroz. Se fueron al día siguiente después de un fin de semana con pocas ventas por el mal tiempo.